En su libro de 1989, La era neobarroca, el semiólogo italiano Omar Calabrese (1949-2012) propone una aproximación formal para tratar de comprender el gusto estético que se hace imperante durante los años de la posmodernidad, en un espacio social caleidoscópico y casi indescifrable.
Ubicándose en la década de 1980, Calabrese se pregunta si hay un estilo, una forma, un gusto predominante en ese momento de confusión y fragmentación. Dice que sí, y propone un nombre para esta tendencia: neobarroco. Pero inmediatamente aclara que no es el regreso al barroco, ni que todo lo posmoderno y finisecular sea neobarroco, sino que esa es su forma de llamar al aire de ese tiempo, que va a definir el final del siglo XX, justo antes del digitalismo. De alguna manera se asocian las tendencias a las expresiones estéticas: fractales, estructuras disipadoras, catastrofismo, teorías del caos, lógica borrosa. Estas manifestaciones aparecen en el arte, en la literatura, en la arquitectura y en la cultura en general.
Claro, no hay una asociación directa, sino que la estética, como es habitual, muestra las tendencias reales de su momento histórico. El neobarroco consiste, según Calabrese, en la búsqueda de formas (y su valorización) en las que se evidencia una pérdida de integridad, de sistematización, de cierto orden, a cambio de inestabilidad, mutabilidad y dimensiones superpuestas. La globalidad ya no es una expresión de universalización sino de confusión: estamos todos fragmentados.
El gusto neobarroco acepta pluridimensionalidad. Todo es válido. Las teorías científicas aportan al caos que resume el valor del gusto por cualquier manifestación estética y simbólica que aglomere esas distintas expresiones. ¿Cómo se puede comprender cuáles son los caracteres comunes de fenómenos tan diferentes, que se suman en una sola expresión? La respuesta en la próxima publicación.
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