Esta concepción, que de alguna forma está presente en las doctrinas de Confucio y de Buda, se hace patente en la filosofía griega, de donde la toman los romanos. Para el pensamiento griego, esta "mediocritas" fue un atributo de la belleza: simetría, proporción y armonía. Es decir, la justa medida, el equilibrio sin excesos. En las Odas del escritor romano Horacio (siglo I a.C.), aparece como tema poético. Un fragmento dice:
Auream quisquis mediocritatem / diligit, tutus caret obsoleti / sordibus tecti, caret invidenda / sobrius aula.
"El que se contenta con su dorada medianía / no padece intranquilo las miserias de un techo que se desmorona, / ni habita palacios fastuosos / que provoquen a la envidia".
Luego, otros autores romanos tomaron el tema, ponderando siempre la dorada medianía, inmersos en una civilización que comenzaba a abordar excesos de todo tipo. Dentro de los patrones de ética, el Aurea Mediocritas es fundamental, como búsqueda de la virtud sin extremos, pero sin renegar de aquello que nos hace bien. No se busca un ascetismo o un estoicismo. Se busca la satisfacción.
En la Edad Media esa idea estuvo latente en aquellos religiosos que entienden al cristianismo como la búsqueda de la justicia divina, y de ahí en más, esa idea se ha mantenido. Pero curiosamente en nuestro idioma, la palabra "mediocridad", que sería la traducción literal ("Dorada Mediocridad"), ha tomado un giro de connotaciones negativas, por lo que hoy se entiende como mediocre a aquello de calidad media, o de poco mérito, usualmente tirando a malo, lo cual es una pena porque la mediocridad, es decir, la búsqueda de la medianía, del equilibrio, del control de los desmanes, del disfrute de lo bueno sin propasarse, debería ser un norte en nuestro actual mundo de excesos.
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