Cuando mi hijo era muy pequeño y comenzaba a hablar, le decía "quícoro" a un helicóptero que pasaba por mi casa. Mi sobrino, hijo de mi hermana, de muy niño nombraba como "aboio" a los caramelos, quizás por asociación con los bombones. Mi ahijada, hija de mi cuñada, de chiquita llamaba "Chupiposas" a las Chicas Superpoderosas (Powerpuff Girls). Los niños nos muestran, de alguna manera, cómo nos vamos apropiando del lenguaje. Todos tenemos ejemplos de esto. Cuando crecemos vamos aceptando y asimilando las normas, aunque siempre hay resquicios por donde la individualidad sigue estando presente en el uso de cada lenguaje.
Este fenómeno puede ser visto desde dos ángulos: aquel que fustiga a la cultura y a la sociedad porque termina ésta, con sus normas y convenciones, aplanando y alienando al individuo, mutilando sus creatividades; o el otro que aprecia el valor de cada personalidad que, siendo capaz de plegarse a toda la normativa social, mantiene su potencialidad de apropiación y modificación de esas reglas, adaptándolas a sus usos y necesidades.
En comunicación hay teorías que de alguna forma tienen que ver con esta última posición: la de Elihu Katz, "Teoría de usos y gratificaciones"; la de "Medios a Mediaciones" de Jesús Martín-Barbero;, la de "Apropiación y negociación" de Guillermo Orozco; y la de Michel De Certeau y su "Invención de lo cotidiano" que nombré en la publicación anterior. El lenguaje no debe ser visto como algo inamovible, impuesto sin consideración. Al contrario, la comunicación es dinámica, y aunque ciertamente está basada en convenios y convenciones, no es menos cierto que es parte de la dinámica social, por lo que nunca quedará estática y atrapada en sí misma. Los niños son la mejor muestra de eso.
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